sábado, 29 de abril de 2006

Los 'santos' de los libros


Querida Mara:

Retomo nuestra relación epistolar después de unas semanas de continua ausencia viajera, que me están quedando cara de Willy Fog. Por tu mirada de curiosidad, intuyo que desconoces al tipo. Uno de los muchos personajes de dibujos animados con los que crecimos los treinteañeros actuales y que nos acompañaron en una niñez ochentera tutelada por la Bruja Avería, Espinete o Don Pin Pon.


Hoy en día los peques tenéis amigos igual de entrañables: Los loonies, Julián Muñoz, Dinio… Nosotros jugábamos con las lorzas omnipresentes de la publicidad del muñeco de Michelín, vosotros reís con la neumática Yola Berrocal.

La fecha para retomar estas cartas, en las que te deformo con premeditación y alevosía este mundo por el que deambulamos, no podía ser más apropiada puesto que ayer mismo, en el Paseo Central del Campo Grande, el maestro Marina inauguró oficialmente la 39 Feria del Libro de Valladolid.

Esta edición coincide con el aniversario colombino reclutando nueva tripulación, de reformado equipo directivo, y se embarca en mil rutas librescas. Entre los muchos puertos a los que parte la Feria, ha previsto recalar en el mágico mundo de la ilustración mediante talleres y encuentros con genios del lápiz y el pincel.

Alicia, aquella muchachita que nos guió hasta el país de las maravillas, viendo a su hermana leer en el jardín se preguntaba qué sería de los cuentos sin diálogos ni ilustraciones. Eso nos preguntamos muchos.

Rituales laicos

Para marcar el paso de la infancia a la adolescencia, tribus y religiones establecen todo tipo de rituales y festejos. Los hay meramente simbólicos y otros más crueles. Desde abandonarte en mitad de la jungla en taparrabos a convidarte a tu primer botellón.

Uno de los más dolorosos, en mi opinión, pasa desapercibido. Cuando tu madre te lee en la cabecera de la cama las aventuras de Pulgarcito sientes el deseo irrefrenable de crecer y comprender aquellos crípticos caracteres por ti mismo. En ese espacio de tiempo, los santos son los únicos que te desvelan el contenido de tan estimulante jeroglífico. Ajeno a su texto, manipulas las tapas, comes las hojas y contemplas las escenas durante horas, imaginándote en ellas.

Un día, por fin, aprendes a combinar vocales y consonantes. Has encontrado la clave secreta. La cerradura del cofre se descorre y las páginas abren para ti un universo de sentidos, emociones y sentimientos. Por ley humana, aquella vivaz sensación se transforma en rutina. Observas que los tochos de los mayores sólo transportan letras. Consideras que ya tienes edad para decidir la playa de las vacaciones, llevar pantalón largo y caminar por las narraciones de los adultos.


Quieres ser uno de ellos. Hasta te ves fumando en pipa. Casi repudias los dibujos de tus ediciones. Te avergüenzas de ellos como de los viejos amigos cuando cambias de pandilla. Te enorgulleces del sinfín de párrafos, sin pausas para la evocación ilustrada, que reposan en la mesita de noche. Ya eres mayor. Es la transición laica a la madurez.

No obstante, Mara, cuando lleves muchas páginas en la retina acabarás añorando el pequeño placer de entretenerte contemplando ese arte cercano de los ilustradores. Sentirás que, como tantas otras cosas, al crecer te han robado una parte maravillosa de la infancia. Descubrirás que el arte no ha de censurarse por edades. Aún más al ver en las librerías las joyas que publican para los primeros lectores.

Cuando el estrés laboral, las eternas hipotecas, los marrones de la oficina y los compromisos varios se olvidan de nosotros, nos detenemos a recordar los gustos perdidos: El sabor del chicle de sandía, la siesta diaria, los globos de agua y el rostro de la princesa del guisante.

domingo, 2 de abril de 2006

Terapia horaria


Querida Mara:

Sé que voy con retraso. Abstenerse comentarios maledicentes, estimados amigos epistolares, que la incipiente alergia primaveral me trae más susceptible que sensible. Como decía, llego tarde con el asunto de esta semana. Exactamente unos siete días pero, en ocasiones, las maletas se hacen esperar aún más en los aeropuertos y nos aguantamos estoicamente.

Cualquier avispado de la actualidad, Mara, nos reprocharía tratar el tema hoy y no el pasado sábado pero he demorado esta carta intencionadamente. Lo considero un acto de desobediencia civil. Si ellos -sí, ‘ellos’, con comillas y todo- deciden adelantar el reloj una hora, yo hablo de la cuestión 189 horas tarde. Hala.

Así protesto yo. Cuando ciertos profesionales del sector del transporte montaron una especie de huelga encubierta descolocando los horarios de los pobres usuarios, protesté contundentemente. En vez de un alegre “buenos días”, opté por un lacónico “hola” al subir a sus vehículos. Seguro que esta medida de presión contribuyó de manera decisiva a la resolución del conflicto laboral. Si debían defender sus derechos, estupendo. Huelga, con todas las letras y consecuencias pero nada de medias tintas machacando a los pobres curritos. Que uno va dormido por la mañana, pero no es tonto.

En fin, que me dicen tus sufridos progenitores, tanto el A como el B, que es así como algunos quieren que figuren en el registro civil, que esta mutación horaria, a las dos son las tres, te ha trastocado un pelín y que el insomnio campa por sus respetos. Acabas de nacer y ya te andan regateando el tiempo. Qué estrés.

Hemos creado un club del desconsuelo horario

Te entiendo, no creas. Entre el adelanto de las manecillas y los cambios de presión muchos nos hemos venido arrastrando toda la semana. Por cierto, ¿a qué mente privilegiada se le ocurre cambiar la hora de madrugada? Imagino despertadores sonando en la noche por todo el continente sólo para sincronizar relojes. En plan Equipo A en pijama. Ya podrían cambiarla un lunes en horario de oficina. Seguro que protestábamos menos.

Total, Mara, que he invertido toda la semana en rebuscar mis sesenta minutos desaparecidos en el vacío burocrático. He mirado bajo el felpudo, le pregunté a un hombre de gabardina gris, presenté denuncia en el cuartelillo e incluso pegué carteles en las farolas con sus datos más característicos, segundo a segundo. Ni rastro.

En estas labores, otros se acercaron a mí. Les había ocurrido lo mismo. Así que hemos creado un club del desconsuelo horario con el objetivo de apoyarnos unos a otros. Unos sollozan porque en ese tiempo podrían haber conocido a su media naranja, otros porque habrían conseguido concluir el informe del trabajo y, la mayoría, nos desesperamos ya que en ese ratito naufragó un sueño roto. La terapia va funcionando, creo.