sábado, 25 de noviembre de 2006

Parte de guerra

Querida Mara:

Después del botellón infantil de tu primer cumpleaños, pasamos revista. Según el parte oficial de tus progenitores, no se registró ninguna baja. El parqué sigue incólume, sin rayones; el sofá conserva la tapicería original, sin lamparones; la vajilla conserva la formación marcial, sin grietas; las paredes mantienen intacta la pintura, sin graffitis; ninguno de los invitados resultó damnificado, sin ingresos en urgencias. Ni un chichón. Lo que se dice, una fiesta digna de un embajador y sus bombones.

Y es que hasta el protocolo funcionó. Conseguiste aprenderte eso de levantar el índice cuando te preguntaban repetidamente la edad. Ya veremos qué dedo alzas ante la misma cuestión con varias décadas en las patas de gallo. Lo de soplar la vela, para otra convocatoria. Ya habrá más suerte en el segundo aniversario.

Continuando con el parte de guerra, buenas noticias en la revisión del año con el pediatra. Si no, supongo que te habrían devuelto a fábrica. Al parecer, destrozas los percentiles. Unas tablas ligeramente esotéricas que, según me cuentan tus orgullosos padres, mide parámetros de altura y peso en porcentajes con la media standard de tu edad. Resultado, que estás hecha un pivón.

En principio, con una doble pirueta mortal en el teclado, este rollo pediátrico iba a servirme de excusa para desbarrar sobre ese fenómeno hipocrático en que se ha convertido el personaje de la televisiva House.

Las alas de la vida

Sin embargo, acaba de aterrizar en mi bandeja de entrada un correo electrónico recordándome que este viernes se ha estrenado ‘Las alas de la vida’, premio al mejor documental en Tiempo de Historia de la última Seminci. El protagonista en esta película es otro médico, pero muy diferente. Como sé que no eres la única que escucha estas cartas que te escribo, aprovecho para recomendarla.

Durante tres años las cámaras han acompañado a este galeno, cooperante y comprometido con la sanidad pública, para compartir ante el objetivo un íntimo testimonio que contribuya a dignificar tanto el bien vivir como el bien morir. Junto a él caminamos por el difícil transitar en el deterioro físico que le viene causando la atrofia de múltiples sistemas (AMS).

En 90 minutos, las personas que aparecen en pantalla adoptan una serenidad casi socrática ante el fin que se divisa. En absoluto resignada, pero sí consciente de que tan natural como respirar es dejar de hacerlo. Huyen de cualquier dramatismo. La enfermedad y la muerte están presentes, pero las ganas de vivir del médico se imponen contando su historia personal. “si es posible con una sonrisa”, apostilla el protagonista, Carlos Cristos.

Esto último lo consigue con la humanidad que se desparrama más allá de los 35 milímetros del filme. Cuando aparecen los títulos de crédito, tan sólo apetece inspirar fuerte para coger fuerzas y correr a disfrutar de cuanto somos. Seamos lo que seamos.

sábado, 18 de noviembre de 2006

Feliz, feliz en tu díaaaaaa

Querida Mara:

En unas horas, cuando el sol sestee, empezarás a contar la vida por anualidades abandonando las mensualidades en las que te has apoyado hasta ahora. Ya las recuperarás de nuevo en tu etapa laboral encarnadas en nómina y los trimestres escolares marcarán tu calendario vital. Persona y tiempo, encadenados hasta el fin de sus días.
En este aniversario, tu primero, pensé descolgarme con un acústico, ‘unplugged’ le llaman los más cool. Un aviso de Protección Civil me ha hecho recapacitar. La pertinaz sequía se ha tomado vacaciones, una fuerte borrasca avanza por el mapa… tampoco queremos ser los culpables del desbordamiento de pantanos. Así que ya te susurraré el feliz cumpleaños al oído, como una nana de la cebolla.

Te seré sincero, como casi siempre. Si fueras adulta te mentiría más. Esta carta me ha costado. He sudado, pese a la temperatura, pensando qué decirte en tan única ocasión. He dudado, he vacilado, he desechado ideas… Ni el café ni el tabaco me han ayudado a romper la maldición del folio en blanco. Bueno, pantalla.

En este año te di la bienvenida al mundo, te hablé de neuras personales como la crisis del paso a los 30, despotriqué contra políticos y personajillos de nuestra España, sollocé por la búsqueda imposible de piso… Incluso empleé los papeles de Salamanca como kleenex. Te he dado bien la lata, la verdad.

Vamos, que si lo sospechas te quedas un poco más al calor del vientre de Sandra. Supongo que saber que te esperaba el abrazo de Diego te animó a salir. Total, que en estos monólogos epistolares te he deformado convenientemente el mundo a mi imagen y semejanza. Al menos a imagen y semejanza de mis muchas neurosis. Tengo que dejar de escuchar a Calamaro mientras escribo.

Repasando nuestra correspondencia, echo en falta que tú me cuentes el mundo. Tu mundo. Ahora que lo palpas curiosa, que te lo llevas a la boca para descubrir nuevos sabores, que observas cómo los colores se han asentado en tu retina… ¿cómo lo ves? Cuéntanos. Reinvéntalo para quienes pasamos junto a una amapola sin olerla o nos refugiamos en la bufanda cuando el viento acaricia el rostro. Tú que odias el paraguas, recuérdame cómo se siente la primera gota de lluvia en la piel.

Confío en que, cuando mis dientes sean postizos, al geriátrico me llegue semanalmente la carta de la niña ya mujer. Si las dioptrías me lo permiten te leeré atentamente. A través de tus palabras, querida Mara, me revelarás el mundo, tu mundo, el de tu generación. ¿Cómo será? Espero que menos hipócrita, insensible y dogmático que el que yo vengo detallándote. En el futuro nos aguarda la esperanza, que hemos de afianzar en la rutina del presente.

Has alcanzado la primera estación de tu tránsito. Recuerda que en el vagón te acompañamos muchos y que el carril no es único. Sopla la vela con todas tus ganas, pronto le acompañarán otras. Pide muchos deseos y no te olvides de cumplirlos.

sábado, 11 de noviembre de 2006

Universitarios televisivos

Querida Mara:

Recuerdo unas jornadas fantásticas en el Paraninfo de la Universidad, apenas hace unos años. Prefiero no recordar cuántos para evitar sentirme mayor. Cientos de estudiantes abarrotaban el recinto, sentados en el suelo, empleando carpetas y apuntes como asiento, protegiéndose del frío mármol. La riada humana se desbordaba prácticamente hasta los emblemáticos leones que guardan su fachada desde hace siglos.


Tal expectación no se debía a que regalaran aprobados generales sino que las jóvenes mentes acudían a escuchar las palabras de un maestro. Un hombre, un poeta. A Benedetti -don Mario, querido Mario- la casa del saber le concedía el doctorado ‘honoria causa’ por sus muchos méritos con la palabra y el sentir.

A cambio, el rapsoda uruguayo regaló sus últimos versos a punto de entrar en imprenta. Probablemente aquellos momentos sean uno de los mejores recuerdos de las aulas junto a tertulias, cafelitos, partidas de mus y flechazos en la biblioteca. Por aquella experiencia, sin duda, merecía la pena rascarse del bolsillo las tasas de la matrícula.

Pero los tiempos y las gentes cambian una barbaridad, que decía el otro. Y esta misma semana, zapeando en calidad de yonki herciano, me topé con un programa de vísceras que en su despedida agradecía la presencia entre el público de estudiantes de una universidad privada vallisoletana. La muchachada, al verse en pantalla, jaleó enfervorecida al jefe de pista del circo amarillo. Habían alcanzado su medio segundo de gloria efímera.

La escena me dejó K.O. Lo confieso. No es que piense que los universitarios deban levitar por encima de la realidad en las nubes académicas. Tampoco soporto a quienes citan a Kant para hablar de fútbol o cuelan a traición un logaritmo neperiano. Desde luego, mucho menos pienso que unas generaciones sean superiores a otras.

Sin embargo, uno supone que a los templos del saber acuden gentes ávidas de conocimientos, deseosas de aprender para construir un mundo mejor. Que de las aulas salen seres críticos con la formación adecuada para contribuir al progreso general.

Y, de pronto, descubres que lo que realmente mola es acomodarse en la grada televisiva para asistir al despellejamiento de un loro por varias hienas que, por cierto, acostumbran a presumir de su título periodístico. Patente de corso para enmendar la libertad de información.

Mucho debemos estar metiendo la pata para que quienes concitan la atención de los universitarios sean Cantizano o Mariñas interrogando, con ayuda del polígrafo, a personajes del calibre de Ámbar o Andrés Burguera. Todo esto cuando se cumple el centenario de la concesión del Nobel a Ramón y Cajal.

En fin, Mara, me despediré esta semana tomando prestados unos pensamientos del poeta: “Usted aprende y usa lo aprendido para volverse lentamente sabio, para saber que al fin el mundo es esto: en su mejor momento una nostalgia, en su peor momento un desamparo y siempre, siempre un lío”.

sábado, 4 de noviembre de 2006

Dilemas prenavideños

Querida Mara:

¿A qué huelen las nubes? ¿De qué materia están compuestos los sueños? Tranquila, que no se trata de un examen de entrada en la guardería, aunque el misterio que te presento hoy probablemente sea tan difícil de responder como estas metafísicas cuestiones. Los días encapotados me pongo así. Omitamos el adjetivo calificativo, si no te importa.

Tras el paréntesis que supone la Seminci en la rutina pucelana, aprovecho para plantearte ahora un enigma que me acompaña desde antes del susodicho festival. Aunque, claro, estoy seguro de que intentarás escaquearte con la típica excusa. Ya te veo en plan, jo, que no llevo ni un año en este mundo. Dame un poco más de plazo, como los 90 días de confianza que nos piden los políticos al encaramarse a la poltrona.

Cuando levantas la cabeza de la sillita de paseo, quizá para mirar a ese quesito que llaman luna, puede que te hayas percatado de su presencia. Como que no quiere la cosa, a la chita callando, llevan unas tres semanas entre nosotros. Aparecieron de buena mañana, colgadas por duendecillos municipales con nocturnidad y alevosía.

Desde entonces, las guirnaldas de bombillas apagadas nos recuerdan la inminente llegada de las fiestas navideñas. Están al caer. Más o menos les faltan aún dos meses. Más o menos, ya te digo, porque más allá del comienzo oficial, cada uno tiene una fecha marcada en su calendario interno. Tampoco faltan quienes viven en una navidad perpetua, y unos cuantos se quedaron estancados en su propio carnaval. Sólo hay que encender ese electrodoméstico que acaba de cumplir medio siglo entre nosotros y comprobarlo en informativos y magazines.

La pregunta que me corroe las entrañas es: ¿por qué tanta prisa? Tal vez sea una estrategia de los ayuntamientos para que en las calles, vías y avenidas de sus respectivas localidades reine el espíritu navideño. Las ciudades se convertirán en escenarios de las películas de Frank Capra donde los coches no pitarán a los ancianos al cruzar los pasos de cebra, los vecinos se saludarán en el portal y los especuladores plantarán pinares.

Pues me temo que la estrategia está fallando porque seguimos intentando meterle las varillas del paraguas en el ojo al resto del personal. Además, las consultas de los psicólogos ya tienen números clausus por culpa de la avalancha de depresivos navideños que, en esta ocasión, han madurado antes.

Vivimos en una sociedad anticipatoria, eternamente insatisfecha. Necesitamos ir a la velocidad de la luz para no detenernos en nosotros mismos. En junio ya se anunciaba la vuelta al cole del próximo curso, cuando muchos ni siquiera habían sembrado las calabazas de septiembre. A este paso, las rebajas de verano tocarán en febrero y las de invierno, en julio.

Por la parte que te toca, Mara, aprovecha y gatea que luego ya no te dejarán hacerlo. Ya habrá oportunidad de correr. Me despido con otro dilema. ¿Qué gracia tendrían los buñuelos en agosto y el roscón de reyes en abril? Celebra Villalar con un roscón. De sorpresa, un estatuto de comunidad histórica.