lunes, 23 de octubre de 2006

Trago doble

Querida Mara:

Si al simpático traviesillo que dirige los infortunios de Corea del Norte con su cardado al viento, Kim Jong Il, le da por volarnos esta semana, dudo que me entere. No me mires con cara de limón, que no me quedo el refugio nuclear para mí solo. En el caso de que al tipo, que juega con Bush a ver a quién le mide más el misil de largo alcance, le diese por desencadenar el Apocalipsis me pillaría en las butacas del Calderón.

Sin abono, dudo que los acomodadores de la Seminci dejaran entrar la radioactividad. Confío en ellos. Ya sabes que cuando apagan las luces, en la sala hay que estar calladitos. Seguramente los festivales los inventó alguien cansado de que el vecino de la fila de atrás le fastidiara la peli con el envoltorio de los gusanitos.

Desde ayer, muchos buscamos refugio de esta lluvia otoñal al cubierto de la espiga de la Semana vallisoletana por excelencia, después de la Santa. Curiosamente, la misma en la que uno puede lucirse ante las visitas prediciendo que lloverá. A nuestro cielo le encanta aguar las fiestas. Que se lo pregunten al añorado San Mateo.

El viernes comenzaron unos días que muchos aguardan con impaciencia el resto del año. De los excesos de cafeína para aguantar a Angelopoulos ya te hablé en otra ocasión así como de esos seres excepcionales, los semanistas, que mantienen vivo este certamen, en plena meseta, medio siglo después de su nacimiento con todas las bendiciones eclesiales.

Comiendo con un buen amigo, andaba yo quejoso, qué novedad, por la necesidad de revitalizar el festival, rogando un poco de alfombra roja y glamour para su mejor supervivencia. Sin soltar el tenedor, él dio con la clave para su adictiva persistencia. El elixir de su eterna juventud, al menos de su longevidad, parece garantizado. La Seminci es cada vez más un oasis del séptimo arte. En sus aguas podemos beber extrañas delicatessen procedentes de diversos rincones del globo a las que las pantallas comerciales les están vetadas el resto del año.

Entre plato y plato, repasamos algunos títulos memorables que nos han reconciliado con el invento de los hermanos Lumiére. Películas que, pegados al asiento, nos han hecho sentirnos más vivos que cuando degustamos un suculento menú de Arzak o por nuestra piel se arrastra la caricia sensual de la amada. Mira que soy friki, Mara. Repasando sus nombres, como si se tratara de antiguas amantes, me recordó que, de no haberlas descubierto aquí, jamás nos habríamos conocido. Nunca llegaron al videoclub ni al satélite.

Ciertamente, tras la gala inaugural se nos abre una caja de Pandora que nos deparará momentos soberbios –de emoción o de aburrimiento-. Los programas festivaleros recuerdan a un plato de pimientos de Padrón. Unos pican y otros, no. ¿Cuál será el que abrase nuestra garganta? Arriesguémonos. Si la vida hay que bebérsela a grandes tragos, camarero, póngame una sesión doble.

domingo, 15 de octubre de 2006

Pa-ta-ta


Querida Mara:

La sonrisa como la fantasía parece condenada en muchos de nosotros a desaparecer con la caída de los primeros dientes de leche. La causa de su extinción tal vez se deba a la vergüenza de mostrar una boca diezmada. Quizá el Ratoncito Pérez no sea tan buena gente como pensábamos y nos permute la inocente leche de nuestros tiernos molares por la mala ídem que nos acompañará hasta que el odontólogo nos los cambie por otros artificiales.

En general, una cara sonriente genera reticencias. En el autobús de la hora punta, apretados como mejillones enlatados, un tipo con semejante gesto ufano despierta sospechas. Muchos tratarán de esquivarle la mirada por si se trata de un psicópata. Otros le retarán en un particular duelo visual. Como preguntándole, ¿tú de qué te ríes, so merluzo? Acto seguido se mirarán disimuladamente la bragueta. La mayoría pensará que algo se ha metido. Que nadie va tan feliz a las ocho de la mañana. En la siguiente parada le esperará la unidad de emergencias psiquiátricas urbanas para aplicarle un reparador electroshock.

Si te acercas sonriente a la correspondiente ventanilla, el funcionario o el empleado de banca sospechan. Con razón. Seguro que viene a atracar. Y si el inspector de Hacienda nos saluda con amabilidad, escrutamos el brillo de su pupila temiendo que nos la vaya a meter doblada. Cuando alguien es simpático, inmediatamente nos preguntamos qué quiere vendernos aunque sea nuestro abuelo dándonos la propina. Aquí ya no sonríe ni Supernany.

Vivimos crispados. He podido comprobarlo, más bien reafirmarme en esta opinión, en un reciente viaje en tren. El hábitat controlado para el experimento era agradable. Vagones de este siglo y no de la postguerra, como en otros recorridos, revisores amables, temperatura racional, buen servicio de cafetería y un paisaje moderadamente entretenido. Incluso nos deleitaban con películas decentes cuyos diálogos podían escucharse perfectamente en los cascos gratuitos.

Sin embargo, ya en el andén, empujones para subir antes que nadie, codazos para colocar nuestra maleta mejor que el vecino, gritos por estorbar un anciano en el pasillo, broncas para que ni se te ocurra estirar la pierna, ocupación a codazos el reposabrazos… Vamos, que más que un TALGO recordaba a la Polonia de entreguerras o ciertas tertulias sobre el ácido bórico. La única sonrisa, cuando un pobre incauto, cargado de bultos, descubría aterrorizado que se había equivocado de vagón. “Este es el 8 y el suyo es el 1… Va a tener que cruzarse enterito el tren”, le socorría algún samaritano con cara de hada madrastra.

Al final va a ser cierto ese manido latiguillo de la jungla urbana. En el asfalto los demás se nos antojan rivales, invasores de nuestro propio espacio. Enemigos en potencia dispuestos a robarnos el sitio para aparcar, colarse en la panadería o apropiarse del único columpio libre del parque. Al igual que otros depredadores nos rugimos a la mínima, por si acaso. Cualquier día acabaremos marcando nuestro territorio levantando la patita por la calle.

sábado, 7 de octubre de 2006

Los peligros de la moda


Querida Mara:

Sinceramente, ya te lo había comentado, me tienes perplejo. Pensaba que cuando dabais el salto de la cuna al parqué emprendíais una loca carrera a gatas como quads desbocados por la ciudad. En mi imaginación incluso veía atascos de pequeñajos gateando por la guardería, con la puericultura travestida en agente de tráfico. Supuse también que junto a la cartilla de vacunación, el pediatra adjuntaría el correspondiente carné por puntos.

Nada más lejos de la realidad, al parecer. En cuanto nos despistamos, os erguís para trastabillear y acabar con los riñones de los progenitores. Todo el día agachados para serviros de taca-taca y evitar que metáis dedos en enchufes o juguéis a la caída de la Torre de Babel con el perchero.

Observándote dar tus primeros pasos a buen ritmo, uno -torpón de naturaleza- intuye la grandeza del pequeño milagro evolutivo que supuso para nuestros velludos ancestros dar el salto para caminar a dos patas, ahora llamadas piernas. Mantener la estabilidad con el centro de gravedad tan elevado tiene su complicación.

Así que al ver perder el equilibrio con elegante artificiosidad a una de las modelas que estos días han desfilado en Milán apenas me extrañó. En el mínimo intervalo de un minuto, de un extremo a otro de la pasarela, cayó en dos ocasiones con un juego de tobillos que parecía el Coyote persiguiendo al Correcaminos al borde del precipicio. Los informativos han repetido la escena hasta la saciedad como noticia graciosa entre bronca y bronca del poder judicial. Si ya es complicado combinar ambos pies, que prueben a calzarlos en unos delgados taconazos de aguja de quince centímetros. Tú la entenderás, Mara.

En fin, que el mundo de la moda tiene sus riesgos. Especialmente el de las modas. Ahora que apaga sus focos la Pasarela de Castilla y León, amadrinada por Amaya Arzuaga, conviene alertar. Nada más terrible que convertirse en una fashion victim. Te prevengo ahora, con tiempo, Mara, en previsión de tu adolescencia. Evita clonarte, que es práctica habitual a los 15 uniformarse. Así vemos, especialmente los fines de semana, a hordas de alegres muchachitas vestidas con sus mejores marcas, medio ahorcadas por collarones de perlas de su abuela, taconazos de mamá y muchacho aflequillado, con el cuello del polo al viento, colgado del brazo.

Algunas prendas, como las oscuras golondrinas de Bécquer, acaban volviendo para pesadilla de muchos. Superados los 80, suspiramos aliviados al perder de vista las mallas de lycra bajo las faldas, que ahora regresan traicioneras con el nombre inglés de leggins. Como homenaje a Eva Nasarre, retornaron los calentadores incluso en agosto.

Es sólo un anticipo, un alfiler. Por las noches, me revuelvo, entre pesadilla y pesadilla. No querría asustar desde este púlpito epistolar a la audiencia, pero me temo que sí. El día se acerca. Las hombreras serán las siguientes. Y esta vez no se irán. El primer presagio, el remake de ‘Corrupción en Miami’. Lo juro por Don Johnson.