sábado, 24 de diciembre de 2005

Cuento de Navidad

Querida Mara:

Como las fechas se prestan, acomódate para uno de tus primeros cuentos de Navidad…

Érase una vez, en una mediana ciudad de provincias, un hombre de edad tan mediana como su estatura y peso medio. Bautizado y registrado como José Luis, respondía al nombre de Pepe. Simplificando bastante, una palabra podía definirlo, normal. Lo que sociólogos y columnistas llaman un hombre de la calle. Pero Pepe no vivía debajo de un puente, en plena rue, sino en un pisito de 50 metros cuadrados que tenía hipotecados sus sueños hasta varios años después de alcanzar la jubilación.

La mayor parte de su tiempo tampoco lo pasaba en el calor del hogar hipotecado sino ante la pantalla de su ordenador en la intimidad del cubículo que tenía reservado en la oficina. Sobre la mesa, un himalaya de informes pendientes, una caja de clips, una grapadora, dos rotuladores, uno negro y otro rojo para corregir al anterior, y un grillo por teléfono que sólo sonaba para atender quejas, mejoras o sugerencias. Nada de fotos ni recuerdos familiares. La empresa no tolera distracciones.

Así transcurría la normalidad de Pepe con el único paréntesis de las vacaciones en La Manga acompañado de su señora esposa, dos criaturas infernales a las que daba en llamar hijos, un suegro aficionado al julepe y las ucranianas y un periquito mediopensionista.

En esta monotonía standard, envidiada por los compañeros solterones, Pepe tan sólo se permitía una mañana para recuperar sueños pasados. El 22 de diciembre deslizaba sutilmente en su oreja izquierda un diminuto casco conectado a una pequeña radio japonesa convertida en su ventana a la ilusión. De fondo, la letanía hipnótica del cantar de los niños de San Ildefonso.

Mientras escuchaba caer las bolas, Pepe imaginaba su nueva vida, acariciando el décimo de sus entretelas, que había comprado sisando las vueltas de la compra semanal… El Gordo estaba cerca… lo primero, descorchar un benjamín delante del jefe. Después, opinar sobre su persona y parientes hasta remontarse hasta Atapuerca. Su Ferrari le esperaría a la puerta de su ya antiguo trabajo. Rojo, sensual… un imán para las mujeres… El pisito se transformaría, sin necesidad de hadas madrinas, en la mansión de los Beckham… ¿Qué clase de té tomaría Victoria?

Implante de pelo, vacaciones en Tahití, días relajados tomando el sol y bebiendo piña colada o lo que se beba en Tahití… la parienta y los críos, a Hawai…

¡¡Cuidado!!, pensó poniendo los pies en la tierra. Los millones no darán para tanto y con ese despilfarro pronto se agotarán. Lo mejor será consultar a un buen gestor. Meter parte a un plazo fijo, invertir en bolsa, sólo valores seguros, tapar alguna deuda… Ayudar a los parientes con menos fortuna…

Ya se los imaginaba golpeando como zombis hambrientos las puertas de la mansión. Aparecerían familiares hasta debajo de las piedras para chuparle la cuenta corriente… quizá su esposa cambiase el carácter al rodearse de Victoria Adams y Ana Obregón… el Ferrari, además, consume mucha gasolina… en menos de un año sin un euro.

Tendría que volver a rastras ante su jefe… argumentar demencia transitoria… el sudor se agolpaba sobre el nudo de la corbata… Aunque ya no había motivo de preocupación. El Gordo se había ido a Vic. ¡Menos mal!, respiró aliviado… Había aprendido la lección. Sabría administrar sus dineros… así que corrió rápido a invertir el dinero en el próximo sorteo de El Niño… y así, Mara, colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

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